Los Fantasmas del Blanquillo

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En Sevilla, desde tiempos antiguos se conoció como el Blanquillo a un espacio elevado que existió entre las murallas de la ciudad y los reforzamientos construidos en la zona denominada la Barqueta, cuyo fin era el de proteger la puerta de Bib-Arragel, allí existente, de las terribles y temidas embestidas del Guadalquivir.

Todos los años el río atacaba con furia aquel lugar, con el objeto, según cuentan, de recuperar el que antaño había sido su antiguo cauce y que los hombres, con su ingenio, le habían conseguido arrebatar.

Quizá por esta razón, cuando llegaban los primeros días grisáceos del otoño, el Blanquillo dejaba de ser el paseo alegre y soleado de los amables estíos sevillanos y se convertía en un lugar sombrío, la proa de un barco adentrándose en una oscura e incierta tempestad.

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Puerta de Bib-Arragel

Los vecinos del cercano y humilde barrio de la Macarena, sentían entonces el pavor de la desgracia inminente, la que podía devastar sus endebles viviendas, arrastrar sus míseros enseres, arrancarles lo poco que tenían, quizá incluso la vida.

El Blanquillo era entonces un lugar maldito. La superstición -hija de la ignorancia, del hambre y del miedo- se cebaba en aquellos pobres infelices. Se aseguraba que en los tenebrosos malecones de la Barqueta habitaban espectros atormentados y que las brujas celebraban allí sus abominables aquelarres.

No se sabe con exactitud cuándo ocurrió. Fue en los primeros años del siglo XVII, aquel siglo terrible en que la muerte siempre anduvo al acecho. La llamada Peste Atlántica había asolado la ciudad, dejando vacíos barrios enteros, como el de Triana. Cuando se alejó la amenaza, una oleada de campesinos se instaló en los barrios más afectados, ocupando el lugar de los que habían fallecido.

En la Macarena, uno de estos recién llegados se hizo merecedor en poco tiempo del respeto y temor del vecindario de bien. Se trataba de un individuo de la más baja estofa, apodado el Terne, buscarruidos y matón, que se jactaba de haber matado en pendencia a más de uno y que bien podría haber sido uno de aquellos que manteó a Sancho en la famosa venta.

Una noche de invierno, bajo un cielo amenazante como aquel que pintó Sánchez Coello, en una taberna de la calle del Peral, un grupo de hombres se bebía el pan de su familia. Entre ellos, el Terne y sus compadres. Con la imaginación exaltada por mal vino de Cazalla, alguien mencionó a los fantasmas del Blanquillo. En concreto a uno, que algunos horrorizados vecinos aseguraban haber visto, pero al que por supuesto nadie había osado acercarse:

— Dicen que se aparece a las dos en punto de la madrugada. Hay quien lo ha visto vagar sobre la muralla, desde la Almenilla hasta San Juan de Acre. — aseguró uno.
— Yo he escuchado que, más que caminar, diríase que vuela sobre el adarve, que no tiene pies… Dios nos asista. — apostilló otro.

Y continuó el primero:

— Aseguran que aquel que se le acerca y le mira a los ojos cae fulminado como por el rayo…
— ¡Basta de patrañas! — Rugió el Terne desde su rincón.
— ¡Juro por lo más sagrado que al próximo que diga más majaderías de fantasmas esta noche le meto un plomo en el cuerpo! — aseguró enseñando un pistolón que guardaba en el cinto.
— No son majaderías— Balbució un tercero, ensimismado. — El fantasma existe. Yo lo he visto. Sobrevuela las murallas en noches de invierno como estas, cuando el cielo amenaza tormenta y el río quiere echarse sobre la ciudad, causando destrucción y muerte…
— Ah, ¿si? Pues me río yo de ese fantasma. Al Terne no le arredran cuentos de viejas ni espíritus voladores. Y para qué sepáis con quién tratáis y a quién habéis de temer en verdad, ahora mismo voy a plantar cara a ese espantajo, sea quien sea. Mañana, ¡toda Sevilla hablará de mi hazaña! — concluyó, apurando la jarra de vino y echándose violentamente a la calle. Era más de media noche.

De nada sirvieron las advertencias. Con paso firme, pese a su estado, se dirigió a la explanada de Bib-Arragel y subió por una de las escaleras que facilitaban el acceso a la mole defensiva, también conocida como Patín de las Damas.

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Vista de Sevilla (Sánchez Coello)

Desde aquella atalaya, el cielo se mostraba amenazante, cubierto de espesos nubarrones que se desplazaban con rapidez, empujados por el fuerte viento. De trecho en trecho, una luna amarillenta se asomaba, para volver a esconderse de inmediato, haciendo la noche aún más oscura.

El río, allá abajo, peligrosamente crecido, retumbaba desafiante, estrellándose contra el muro con gran ímpetu.

Todo lo anterior, unido al frío acerado de la noche y a la soledad reinante en aquella explanada, turbó un tanto el ánimo del matón el cual, no obstante, no desistió y comenzó a recorrer el recinto con parsimonia.
En ese momento, la campana del Convento de San Clemente señaló las dos de la madrugada…

La lluvia comenzó a caer, primero algunas gotas, luego con más fuerza. La tormenta estaba a punto de desatarse. De repente, por entre las almenas surgió algo que hizo al Terne revolverse, desconcertado por vez primera.

— ¿Quién anda ahí? — gritó sobrecogido.

Una etérea figura ataviada de blanco y tocada con velo de igual color se aproximaba en silencio. No era masculina. Tampoco femenina. Conforme se acercaba pudo ver que en su mano derecha portaba una especie de bastón, un báculo de punta flameante. La lluvia, que formaba ya una espesa cortina, incrementó la irrealidad de la escena, que inundó de pánico al valiente.

— ¡No os acerquéis más, quien quiera que seáis! —acertó a gritar, mientras sacaba el pistolón, apuntando con premura al pecho de la supuesta aparición, que ya estaba frente a él, y le descerrajaba dos disparos que le hicieron caer de espaldas.

Se detuvo el fantasma ante sus pies. Y cuando el antaño bravucón pensaba que iba a desplomarse, lo que hizo, le llenó de pavor y heló su corazón.

La extraña figura llevó su mano izquierda al pecho y, con indiferencia, extrajo las dos balas de plomo, que mostró a aquel desgraciado, al tiempo que elevaba al cielo el extraño cayado para dirigirlo posteriormente en su dirección.

En ese momento, el relámpago inundó de luz el cielo y a este, le siguió el trueno. Después, vino el silencio…

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La mañana siguiente amaneció radiante. El cielo inmaculado, la presencia vivificadora del astro rey, todo fue recibido aquel día como una beatífica bendición. Las plegarias para que cesara la amenaza de inundación parecían haber surtido efecto.

Sólo un incidente turbó la paz en aquella mañana. Los alguaciles habían hallado el cuerpo calcinado de un hombre en la explanada del Blanquillo. Todo apuntaba a que el infeliz había sido alcanzado por un rayo durante la tormenta de la noche anterior.

Sin embargo, en el vecindario casi todos intuían lo sucedido. Nadie se atrevió a decirlo en voz alta por miedo a la temida Inquisición.

El río había perdonado a la ciudad en esa ocasión. Eso era lo que importaba. Volvía la vida a la vida y se olvidaba la muerte.

Al menos, por el momento.

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Nota: Esta historia está basada en una leyenda recogida por Manuel Chaves Rey en su obra: «Páginas sevillanas».

Otra bibliografía:

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